Educar con orgullo
«Aulas seguras para las disidencias sexogenéricas»
Fuente: Gaceta UNAM Jun 26, 2025
No siempre se aprende desde la seguridad. A veces se hace temblando, con miedo a hablar, a ser, a ocupar el espacio. Para muchas personas sexodisidentes, la escuela fue ese lugar donde el saber dolía, no por lo que se enseñaba, sino por cómo lo hacían. Pero también existen experiencias luminosas: aulas donde la filosofía se dijo con ternura, en las que el cuerpo no fue censurado, y una mirada acompañó sin exigir ocultamiento. Yo vengo de ambas realidades.
Cuando era niño soñaba con estudiar filosofía. Soñaba con aulas que no me hicieran daño. Pero al llegar desde Chiapas a Ciudad de México, me enfrenté a realidades que jamás imaginé: discriminación por género, burlas por mi expresión, transfobia. Profesores que ridiculizaban el lenguaje inclusivo, compañeros que ignoraban mis pronombres, espacios donde mi existencia parecía molestar. La hostilidad no siempre fue directa, pero sí constante.
Durante mucho tiempo creí que no tenía futuro en la universidad. Hasta que un profesor, sin saberlo, me devolvió la esperanza. Se presentó con sus pronombres, habló de filosofía como un acto encarnado y recordó que pensar no es un privilegio abstracto, sino un gesto que nace del cuerpo y del vínculo. Ese día comprendí que hay docentes que no sólo enseñan: también cuidan.
Una educación justa no sólo transmite contenidos, forma sensibilidad. Ya lo decía Aristóteles: debemos haber sido educados desde jóvenes para dolernos y alegrarnos como es debido. Porque la buena educación es también emocional. Y eso implica crear aulas donde nadie tema decir quién es o qué pronombres usa.
Una medida sencilla, pero transformadora, es que quienes enseñamos nos presentemos con nuestros pronombres. Por ejemplo: “Soy la profesora X, uso pronombres ella; pueden compartir los suyos si así lo desean”. Este gesto, lejos de ser trivial, fija el tono del aula: aquí todas las personas cuentan.
La figura docente tiene un poder simbólico profundo. Como afirma Kaplan, “la mirada de la maestra o maestro es un gesto de justicia si fortalece y nunca minimiza”. Cuando una persona trans o no binaria es nombrada con su nombre y pronombre, acontece algo más que una formalidad: ocurre un acto de dignidad.
En nuestra Universidad, de acuerdo con la Primera Consulta Universitaria sobre condiciones de igualdad de género de la comunidad LGBTIQ+, el 72.56 % de las personas LGBTIQ+ han vivido al menos una forma de discriminación dentro de la UNAM. Este dato no es una cifra fría: es un llamado urgente a transformar los espacios que habitamos.
La educación no es neutra: forma, moldea, delimita. Pero también puede liberar. Como recuerda la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura: la escuela produce y reproduce jerarquías de género que sostienen relaciones desiguales. La manera en que enseñamos también es un mensaje: qué cuerpos importan, qué afectos se permiten, qué voces se legitiman.
Educar con orgullo no significa usar un mes para hablar de “inclusión”, sino comprometerse a revisar el currículo, interrogar las prácticas, escuchar cuando decimos que algo duele. Saber que un profesor puede ser el punto de inflexión entre continuar o abandonar la universidad.
Existen experiencias pedagógicas que nos inspiran a pensar distinto. En las comunidades zapatistas, por ejemplo, la educación se concibe como una construcción colectiva: se educa con las alumnas y alumnos que también educan, y así aprendemos de quiénes somos para la vida. La educación zapatista no busca imponer, sino escuchar. No se basa en jerarquías, sino en reciprocidad.
Como en nuestra lengua maya, donde se saluda así: “Yo soy otro tú. Tú eres otro yo”. Este principio relacional recuerda que la educación no debería fundarse en la imposición, sino en el reconocimiento mutuo. Que una clase puede ser un refugio. Que una mirada puede reconfigurar una vida.
Aprendí a escribir gracias a docentes que me validaron; a mirar con esperanza, gracias a quienes, sin saberlo, me vieron cuando más lo necesitaba. Hoy soy profesor en formación y tengo claro que la pedagogía no se reduce a contenidos, sino que es una forma de estar en el mundo. Una forma que puede oprimir o sanar.
Gracias maestra Georgina, doctor Ricardo, Enrique, Cuitláhuac. Gracias por enseñarme que también se puede cuidar con la palabra. Porque educar con orgullo es un compromiso con la vida. Es un llamado a construir aulas donde nadie tenga que esconderse, donde se abrace la diversidad como posibilidad.
Yo soy otro tú. Tú eres otro yo. Que nuestras aulas lo recuerden.





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