«Sosteniendo la vida: Hacia una corresponsabilidad de los cuidados»

A nuestras ancestras, que sostuvieron la vida en silencio y sin reconocimiento.

Por: Andrea González, Celeste Cruz Avilés y Aranzazú Belmont Flores.

Fuente: Chilango

Este artículo está dedicado a nuestras ancestras, a las que sostuvieron la vida de los suyos con el peso de sus manos, a las que dieron hasta el último aliento cuidando a otros. Va para las que, en silencio, se consumieron en los márgenes de una historia que nunca las nombró, aunque fueron ellas quienes encendieron el fuego y sostuvieron la llama de la vida en sus hogares.

Va dedicado a María de la Luz, la negra, que murió de enfisema pulmonar. Ella se fue con el humo en sus pulmones, aunque nunca tocó un cigarro. Fue el humo de la leña, del carbón, del ardor perpetuo de la estufa de petróleo que, día tras día, alimentó a sus diez hijos con el calor de sus cuidados. Fue el fuego que daba vida y llenaba de sustento la mesa, el mismo que fue robándole poco a poco su propio aliento. La cocina, el lugar donde se labró como cuidadora, se convirtió en la trampa que le arrancó la vida.

A mis abuelas Hilda y Ema que, en el afán de cuidarnos, nos alejaron del cuidado diligente de los abuelos que enfermaron y se fueron de esta vida velando no solo por el bienestar de los abuelos sino también por los sueños y añoranzas de sus hijas y nietas.

Este artículo es un homenaje a ellas, y a tantas otras como ellas, que dejaron su salud y su fuerza en cada fogón, en cada esfuerzo, en cada sacrificio silencioso por velar los sueños de otros. Ellas, nuestras ancestras, tejieron con sus manos un mundo que les dio la espalda, y aun así, eligieron cuidar. La memoria de nuestras abuelas es un grito de resistencia, un recordatorio de que los cuidados no son un destino inevitable, sino una deuda histórica que el mundo tiene con todas aquellas que lo sostuvieron sin que nadie las mirara.

Que este artículo sea también un llamado a la justicia, para que nunca más se dejen sus vidas al pie de los hornos, para que sus pulmones no se llenen más de humo ni de sacrificio. Que sea una promesa de que la llama que encendieron no se apagará en vano, sino que arderá con más fuerza, iluminando el camino hacia un mundo donde cuidar sea un derecho compartido y no un peso que recae solo en sus cuerpos.

Va a todas las que lucharon sin ser nombradas, para todas las que encendieron el fuego con el amor de sus manos y la vida en sus venas. Que el humo que las cubrió no nuble nuestra memoria, sino que avive nuestra furia y nuestra determinación de construir un mundo más justo.

El trabajo de cuidado nunca ha sido equitativo

Traer a la memoria las vidas de las ancestras, de las abuelas, de nuestras genealogías también nos es útil para intentar construir nuevas formas de explicarnos el mundo. En este sentido, los estudios de la esfera de lo privado, de lo doméstico nos aportan hallazgos inquietantes e indicativos, por ejemplo, las encuestas del uso del tiempo que demuestran que las tareas domésticas no remuneradas y su costo horario no sólo es mayor al de los hombres, sino que es, también, significativamente más importante que su aporte general al mundo del trabajo remunerado.